De pies y podólogos. (Cotidianidad de lo absurdo)

 


De pies y podólogos

Me fascina masajear los pies. Desde pequeña. No los pies de cualquiera, claro está. Hay pies y pies (o "pieses", como dice mi abuela con esa riqueza tan sonora de la lengua española en su vertiente incorrecta). Quiero decir que hay tipologías de pies y tipologías de pies. Obvio. Como tipologías de personas. Es como lo de compartir un vaso de agua o dejar beber a alguien de tu botella. Pues hay bocas y bocas. Esto es, personas y personas. Yo, personalmente, puedo compartir vaso, sin problemas, con un porcentaje bastante elevado de personas (siempre con sus requisitos, claro, y de mi burbuja, como se dice ahora) pero, en cambio, con el agua no puedo. Son realmente un grupo extremadamente reducido, tan reducido que podría decirse que caben en una mano y me sobran dos dedos. Y es que no es lo mismo permitir que babeen tu copa de vino que tu vaso de agua. Es distinto. En fin, a lo que iba. Que me encanta masajear los pies. Untarlos con crema hidratante y deslizar mis manos sobre ellos trazando secuencias de movimientos repetitivos, con mayor o menor suavidad, dibujando múltiples recorridos y trazando mapas de rutas invisibles y salvajes. 

Hasta aquí, bien. El problema es que en el edificio en el que vivo, tiene su consulta en la misma planta un podólogo. (No, no se adelante, no me he obsesionado con el podólogo en cuestión que sí, pero tiene una explicación).  Pues bien, tres años. Tres años viviendo en este edificio. Y tres años gestionando mis emociones, descargando guías de meditación guiadas por Youtube y guardando listas completas de "música para relajarse y estar en paz" de Spotify. Y, sí, pese a ser un ser caótico y nervioso de nacimiento, he mejorado mucho. Muchísimo. Analizar, respirar, relativizar. Vamos, lo de vivir en armonía y sacar de lo malo lo bueno, lo llevo. Ni bien, ni mal. Pero lo llevo mucho mejor que antes. De verdad. Todo eso de la abundancia, del agradecer... sí. 

Lo único que pasa es que una tiene sus días buenos y sus días malos ("menos buenos", porque no hay malos -por lo de la abundancia y el agradecer, y por aquellas recomendaciones de mis colegas de dejar un poco el rollo Schopenhauer y mi esencia "Drama Queen", tan del romanticismo). Lo dicho: tres años con sus días buenos y sus días malos (que para eso la lengua tiene antónimos). Y en los malos, pues, en los malos siempre me tocan los pies. Me los tocan a partir de las nueve de la mañana. Luego, hacen una pequeña pausa (que se agradece, más que nada por aquello de poder recargar los dispositivos para la meditación guiada) y de las tres de la tarde -que el día que no trabajas puedes echarte una siesta- hasta la hora de cenar. 

Al principio, incluso tenía su gracia. Eres una persona civilizada, todo el mundo se equivoca y no pasa nada. Pero, claro, digo yo, que si tú vas al podólogo, pues, vas podólogo, ¿no? Quiero decir que si vas a la consulta del podólogo, tocas el timbre del podólogo. Es básico. Yo cuando voy a visitar a un amigo, toco el timbre de mi amigo, no el del vecino. Si voy al dentista, no llamo a la inmobiliaria. Yo. Que la primera vez puede pasar. Pero es la primera. Y esto es la fase uno. Y dices, vale, pobre mujer o pobre señor se ha confundido. No pasa nada, abres (por todo aquello de la abundancia, de agradecer, de los errores son humanos, de no existen los días malos, de a todos nos puede pasar...). 

Pero, claro, la cosa se complica (como cuando desarrollas una unidad didáctica) y llega la fase dos.  En esta fase, suceden dos cosas. Por un lado, notas como se te empiezan a hinchar los pies. Por el otro, te invade la pena. 

Y es que, aquí, aparecen dos conocidos: el ángel del hombro (a la derecha, que representa la conciencia, el "bueno") y su compañero, el demonio (a la izquierda, que representa la impureza, "el lado oscuro"). En otras palabras, por un lado, tu límite de paciencia empieza a acumularse en los pies de forma pesada y, por el otro, luego ves a esas abuelitas y abuelitos tan tiernos, que te sabe mal, pobres. Entonces, un día abres y otro no. Y lo compensas. 

Pero llega la tercera fase. Y tú empiezas a analizar las erratas en tu lista de cotejo mental y ves que los errores son graves: no hay competencia lectora ni competencia táctil (po-dó-lo-go: 2º-1º) superadas. Y la balanza de la compensación empieza a decantarse. Y el ángel te recuerda la abundancia, agradecer... y el demonio te recuerda la filosofía de Camus ("los esfuerzos realizados por el ser humano para encontrar el significado dentro del universo acabarán fracasando finalmente debido a que no existe tal significado"). 

Y la balanza de la compensación empieza a decantarse más y más. El hinchazón de tus pies cada vez más necesitaría de un masaje, pero no tienes ni crema hidratante, ni alguien que te los masajee en ese momento, ni  mucho menos cita con el podólogo. Y, efinitivamente la balanza cae a favor de la categoría del absurdo ("Porque hay seres humanos hay necesidad de racionalización de todo cuanto es. Si tal racionalización no se cumple en cualquier situación verificada, esta queda sin justificación. La no justificación no es aceptada por la razón y, por consiguiente, se habla entonces de absurdo"). 

Te descalzas impulsivamente. Desconectas la meditación. Agradeces la existencia de Nietzsche, de Schopenhauer y de Camus. Y, como en la escena final de la jornada V de "Don Álvaro o la fuerza del sino" gritas a voz tendida por el pasillo de casa: 

"Yo soy un enviado del Infierno, soy el demonio exterminador... Huir, miserables!" 

Sales de casa. Frente a la puerta del podólogo, con los pies hinchados...

"¡Infierno, abre tu boca y trágame! ¡Húndase el cielo, perezca la raza humana; exterminio, destrucción...!"

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